viernes, 17 de mayo de 2013

17.

El dolor. Es lo que me consume. Lo que me atrapa. La desesperación abre sus alas blancas y me da el último beso, el beso eterno. Es sentir que llevas un trozo de carne muerta dentro de ti, arrastrándolo entre pulmón y pulmón. Está ahí por estar.
Cualquier tipo de relación social acarrea unas consecuencias. Algunas dan brillo a tus ojos. Otras van necrosándote por dentro hasta que se te queda el corazón como una nuez. Pequeño, negro, arrugado... Inservible. Es el dolor. 
Acabas acostumbrándote. Creo que en un par de años más de sufrimiento y necesidades sociales acabaré sedándome a mi misma respecto a las susodichas relaciones. Acabaré fingiendo que me importa, acabaré fingiendo que me duele, que lo siento, que soy feliz o que estoy triste. Acabaré fingiendo los sentimientos en vez de los orgasmos.
No entiendo qué hago aquí. Soy un bicho raro, la sociedad cubierta de un plástico de embalar y yo por encima. Estoy en ella como los demás, pero no dentro. No soy quién de mezclarme y ser una más, no entiendo la mitad de lo que me rodea y la otra mitad me fue impuesta, por lo que no lo entiendo pero lo acepto.
El dolor... Es lo único que siempre está ahí. Debo aprender a sacarlo del pecho hacia fuera sin hacerme el daño suficiente como para que alguien lo vea y me tache de lo que todos me consideran ya. Pero yo lo necesito. 
Los demás no entienden que mi dolor físico es una simple liberación, una abertura que conecta el exterior con mis entrañas para que pueda salir y no me reconcoma más. Como quien abre la ventana para que salga una mosca.
En fin. Algún día acabaré por entenderme. O por dejar que mis sueños salgan a la realidad y me coman, todavía no lo sé.